Las cantinas populares son frecuentadas por la clase trabajadora, malandros, choros, putas, viejos alcoholicos, comerciantes, jóvenes, nosotros, etc, talvez por eso no se le ocurriría nunca entrar en una de ellas a la gente recatada o aniñada (pero a nosotros sí). Estos son sitios perdidos en la iconografía de la ciudad, espacios generalmente vacios que contrastan con la grandilocuencia de un bar aniñado de nuevas generaciones. En estos espacios lo exotico no existe, no hay imágenes para reproducir, nada es popular, a nadie le importaría retratar esta imagen para sí. Ahí dentro sólo se vende trago fuerte y cerveza.
No existe un mejor lugar para hacer amigos nuevos que una buena cantina. Que lugar mas típico en una ciudad que el sitio donde se puede encontrar a la gente despues de una jornada de trabajo, olvidando las penas de un desamor o embriagandose sin razón. Esto existe en todas partes.
En Guaranda existen varias de estas cantinas que han sobrevivido al tiempo y la tecnología, a los karaokes, y las discotecas. Generalmente visitadas por gente del campo, de las afueras de la ciudad (la gente más amable) que aprovechan sus breves estadías para pegarse un trago, tal ves por esa razón particular las cantinas tienen un horario algo peculiar: no abren en la noche, sólo en el día, con claras excepciones. Algunos dueños de estas nos comentan que es por seguridad.
Algo que llama la atención es su sencillez, no existe más decoración que unas cuantas jabas apilaas de botellas vacias, la estampilla de un santo o el típico calendario de pilsener (la cerveza con la mejor publicidad del ecuador: las modelos y simbolos sexuales de turno). Son resagos de una economía precaria que para algunos se ha vuelto rutina.
Durante nuestro recorrido por la provincia decidimos incorporar en nuestro trabajo un pequeño tour de cantinas para poder asimilar el contraste encontrado en el consumo de alcohol. Obviamente este pequeño lapso tenía que asumirse desde el campo como investigación participativa. Aquí les dejamos una pequeña reseña de lo que pasó, hasta lo que nos acordamos, y hasta que los reflejos coordinaron en común armonía y coerencia en nuestros cuerpos.
Uno de esos días de ardiente sol y viento fuerte en la ciudad de Guaranda, caminábamos por la ciudad tratando de buscar algo que escapara a nuestra retina educada en observar lo exóticamente reconocible, cuando de pronto observamos en uno de esos portones con puertas que nos muestran más allá de una sencillez pictórica, un vacío hermético de historia arrancada de la vejez de su apariencia, gente conversando alegremente por el éxtasis que produce en nuestras mentes la embriaguez de lo cotidiano, y para responder a su amabilidad en el gesto de ofrecernos un trago, entramos a compartir un vaso de aguardiente o pájaro azul (típico trago de la zona) que luego se convirtió en otro más hasta el olvido.
No hay música, y todo a nuestro alrededor está ocupado por el polvo, botellas vacías en una inmensa repisa junto con dos mesas de madera, unas cuantas sillas y una refrigeradora ocupan el espacio y la atención del todo. Afuera la plaza y el movimiento de medio día. Yo le llamo cantina, porque no encuentro otro nombre.
Cuando ya estuvimos en confianza con don Aurelio el dueño de la cantina (una persona regida por su presencia seria, vieja y cansada) conversamos de la historia y el paso del tiempo en ese lugar y como llegó asta ahí, también fuimos el objeto de burla de los presentes, que haciéndome preguntas en quichua (idioma que no manejo) se reían por mi falta de entendimiento (mientras yo me preguntaba ¿de que forma o cual será la burla?) para ese entones, todo se encontraba en un ambiente profundamente amistoso donde todos compartíamos al ritmo del alcohol.
El grupo lo conformábamos don Aurelio, una pareja de campesinos de los cuales brotaba la pertenencia mutua formada por los años, y un personaje que era el más gracioso y familiar cercano a la vez. Por don Aurelio supe que eran campesinos de los alrededores, que llegan siempre a dejar sus productos a la feria y que para ese entonces ya estaban libres de cualquier labor, también me comentó que la pareja no siempre estaba junta, y que como ya es costumbre en el barón de la pareja y en sus asiduos clientes, suelen llegar después de la feria y gastarse la plata en alcohol, seguramente regresando sin nada al hogar. Desde luego no me pareció nada raro, tal vez por experiencia propia, o porque no soy nuevo en transitar por estos parajes y conocer experiencias similares, o más bien, por conocer la historia del pueblo indígena y campesino, su trágico legado colonial y de las formas de resistencias que se desprenden del hecho de asimilar la historia imperceptiblemente como dada.
Para ese entonces ya somos buenos amigos, yo sigo siendo el chiste, y ya me hace sentir bien ser el objeto causante de tanta risa, de esa alegría espontánea y permeable para mi. Sigo sintiéndome como el raro a pesar de la armonía, ellos siguen encargándose de hacérmelo sentir, a pesar de todo. De repente llegan otros conocidos y don Aurelio entra a llenar mas puro en una botella de coca-cola pequeña, esa cuesta 50 centavos llena, todos se conocen, están haciendo lo mismo quien sabe desde cuando. Acceden a que les tome fotos, me preguntan que cuándo se las llevaré para que las tengan, prometo llevarlas la próxima vez que regrese. Como ya estoy mareado me despido y nos abrazamos.
Sigo caminando y un cartel de pílsener me hace la parada, entonces entro por una cerveza.
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